tÍO PAYASO

 

uNA HISTORIA DE TERROR

 

Cada vez que el tío aparecía con la caja musical, yo me escondía bajo las sábanas. Sentía mucho miedo de su juego, pero Tadeo, mi primo un poco mayor que yo, quedaba petrificado, no podía ni siquiera taparse con las frazadas, solo se quedaba de piedra esperando a que terminara el juego del tío abuelo. El tío gozaba con los payasos, hasta se vestía igual. “Para entretenernos”, decía con una sonrisa. Cada vez que había fiesta familiar, nos juntábamos en su casa y aprovechaba de disfrazarse para actuar y divertirnos. Los adultos apoyaban sus juegos y aplaudían encantados sus malabares y chistes. 

Todos los primos alojábamos los fines de semana en la casona. Tadeo y yo compartíamos dormitorio y por las noches, cuando dormíamos profundamente, de repente el tío abuelo abría la puerta de golpe y aparecía con la caja musical, iluminada apenas por una luz mortecina. Con los ojos abiertos como lechuza y una sonrisa maligna comenzaba a dar vueltas a la manivela de su antiguo juguete. La caja iniciaba una melodía histérica y ruidosa, como de cien carruseles, gritos y risas. A medida que el tío aplicaba velocidad, la música aumentaba y se apresuraba. De golpe cesaba el sonido y de la caja saltaba bruscamente la cabeza de un payaso horripilante, emitiendo unas carcajadas espantosas y desagradables, a la vez que se le iluminaban los ojos de cuencas vacías; de los labios carnosos y rojos salían unos dientes afilados como puñales. Era horrible aquel juguete antiguo y maldito. Pero el tío parecía poseído y no paraba de reír al vernos asustados. El pobre Tadeo lloraba aterrorizado mientras que el tío lo miraba con esos ojos de loco y no paraba de lanzar unos chillidos y risas al igual que una hiena, al mismo ritmo del payaso. Repetía el juego con los otros primos, los mayores se reían, pero los menores casi todos terminaban llorando. Luego volvía a nuestro cuarto y se llevaba a Tadeo con él.

―¡Oh! Mi pequeño niño―le decía casi arrastrándolo de la mano―, yo te daré consuelo, no temas, el payaso se quedará en su caja, solo saldrá si no me obedeces, ya sabes… Ja, ja, ja, ja ―le repetía entre risas.

Ya adulto, pienso que quizás la caja musical no habría sido tan espeluznante, si tan solo la hubiéramos hecho funcionar entre nosotros, los niños, pero era el tío abuelo y su siniestro comportamiento lo que le daba un toque de espanto a ese juguete macabro. 

A Tadeo no le gustaba ir a casa del tío, pero sus padres lo obligaban, ya que el pobre viejo estaba muy solo y él era su “sobrino nieto favorito”, decían orgullosos. Además, el tío ayudaba económicamente a casi todo el familión, por lo que nadie lo contradecía. Cada vez que el tío pedía que Tadeo se quedara para las vacaciones en su casa, yo terminaba acompañándolo, porque de otra manera él lloraba sin parar. 

―Javier… ¡Odio al tío payaso! ―me dijo un día el primo Tadeo, con los ojos llorosos.

―¿Por lo de la caja musical? ―le pregunté muy serio.

―¡Sí! Es feo y me lastima… me asusta su risa… su risa mala― repitió varias veces sin mirarme.

―Solo es una caja, un viejo juguete, no tengas miedo, yo te acompañaré, primo― le dije tomándole la mano. A los seis años no comprendía su terrible confesión.

Un domingo frío de otoño hace ya quince años, encontraron decapitado al tío abuelo. En su propio cuarto, vestido de payaso, bañado en sangre. Su cabeza no estaba.

Tadeo, de catorce años en ese entonces, fue detenido en el garaje en desuso de su familia, junto a él tenía el hacha homicida aún ensangrentada. Lo más impactante era el macabro hallazgo de la cabeza del anciano. Estaba dentro de una caja de cartón, encima de unos fierros viejos del garaje, pintada de blanco, calva, con unos mechones rojizos alborotados a los costados; le faltaban los ojos y una linterna metida en la boca sangrienta intentaba iluminar aquella grotesca pieza humana, dándole un aspecto aún más aterrador. 

Mi primo estaba aparentemente tranquilo, no se resistió al arresto. Entregó la caja de zapatos que tenía bajo el hacha. Estaba llena de fotografías suyas y de otros primos, quienes aparecían desnudos junto al tío payaso en actitudes eróticas. Algunas fotos de Tadeo estaban salpicadas de sangre seca.

Todos estábamos en shock y lo estaríamos por mucho tiempo.

―¡Ese muchachito es un monstruo! ―comentaba parte de la familia.

―El pobre viejo ya estaba senil, no se le puede culpar ―lo excusaban otros parientes.

―¡Quizás mal interpretaron su cariño! ―decían otros―. Con lo buen tío que era con todos…

En ese tiempo me di cuenta de que existían muchos seres malignos, sobre todo, los monstruos anónimos con los que compartía las fotografías el tío perverso. Tantos monstruos humanos que transitan cerca de uno, a veces demasiado cerca.

Mientras el tío payaso era velado en su propia casa, subí las escaleras y busqué la maldita caja musical. Todos rezaban zumbando como abejas moribundas y no me vieron salir al patio. Allí la estrellé con furia contra el suelo, la pisoteé, se hizo añicos y casi pude oír su risa de hiena burlándose desde el infierno.

Hoy he visitado nuevamente a Tadeo. Los médicos del hospital psiquiátrico dicen que está bien, que se encierra en sus libros, que lee y relee. La única indicación especial es que no puede ver ningún payaso porque sufre terribles crisis de pánico, ríe como desesperado y comienza a iluminarse el rostro con una linterna que mete por su boca, intentando que la luz salga por los ojos. 

 ―¡Miren que asustarse por un payaso! Ni que fuera un monstruo― comentan las enfermeras. Yo no les devuelvo la sonrisa burlona y las ignoro. Me siento al lado de Tadeo y aprieto su mano para que no tenga miedo. 

 

 

Entregamos nuestras felicitaciones a la autora, Elizabeth Carrizo Catalán.