uNA HISTORIA amor una historia de helena herrera 

 

Grupo de escritores de Cementerio Metropolitano 

Fue en mis tiempos de juventud cuando la vi en el
escenario, era una tormenta, un fuego vivo hacía flamear su falda roja, los vuelos subían y bajaban por sus piernas como torbellino de colores, y los tacones
hacían arder el tablado.
Venían de lejos, de sus tierras andaluzas, de Sevilla, de Jaén. Con sus carromatos repletos de baúles, atravesaban los caminos polvorientos de las sierras, poniendo notas de color en las campiñas de olivares y naranjales. Los campesinos hacían un alto en su faena para saludar la caravana con sus pañuelos; siempre se ha comentado que los gitanos tienen
algo de enigma, de brujería, de misterio, costumbres extrañas y ritos de otras tierras que no dejan indiferente.
La gente de los pueblos campesinos, generosa, les regalaba naranjas, agua fresca, y negociaban por unas monedas sacos de verdinegras aceitunas; pronto se marchaban con sus cortinas coloridas y sus carpas a otros poblados donde había más gente, a ofrecer sus bailes, su música y sus canta’ores en escenarios humildes, teatros pequeños de provincias y
aldeas que no figuran casi en los mapas. En uno de esos teatrillos la conocí, los carteles la anunciaban como “Merlina, la gran baila’ora flamenca, la mejor gitana andaluza, y su grupo”.
Yo era un anónimo ciudadano de provincia, con algunos estudios, hijo de comerciantes. Siempre me gustó la música alegre, me aburría en ese pueblo pequeño, pensaba seriamente emigrar a una ciudad más grande para ampliar mis horizontes, pero lo fui postergando por la avanzada edad de mis padres, ni pensar en dejar sola a mi madre que me amaba tanto, no podrían soportar el sufrimiento de mi ingratitud,siendo su único hijo.

Yo tenía un buen pasar, inquietudes, cumplía veintisiete años, siempre tuve amigas y novias, pero sentía no haber encontrado aún el verdadero amor.
Por eso me alegraba cuando venían los gitanos una vez al año, el clima se hacía más cálido, se alejaban las lluvias, ellos se anunciaban en el pequeño teatro del pueblo y todos acudían a ver el espectáculo, para alegrarse y salir de la rutina. Ese día la sala era un lleno total y apareció «Ella, la baila’ora» con su vestido colorido y sus cabellos rizados oscuros, y el movimiento felino de su cuerpo flexible. Yo figuraba en primera fila, impactado por la fuerza magnética de su mirada oscura. Cómo se entregaba al baile en una especie de éxtasis. El guitarrista conformaba un todo con la bailarina y en el medio de su interpretación, cargaba las notas de su canto como un grito enronquecido; su guitarra hablaba de una historia trágica cuando ella se contorsionaba y doblaba su cuerpo hacia atrás como en un paroxismo, algo la poseía y sus tacones golpeaban con furia. Esa fuerza me cautivaba, sentía una descarga eléctrica recorrer mi espalda, su baile y sus gestos removían las más profundas fibras de mi ser. ¡Cómo era bella esa gitana!
Fui cada día a su espectáculo solo para verla y sentir esa fuerza pasional. En la noche pensaba:
“¿Qué es esto que me ocurre? ¿Estoy enamorado? Mi cuerpo tiembla como un adolescente”. No encontraba la forma de acercarme, solamente me conformaba con la mirada que ella me devolvía cómplice.
Después de la actuación desaparecía tras el escenario y se escurría como una sombra a su remolque y las cortinas permanecían siempre cerradas. De alguna forma debía comunicarme y algo se me ocurrió:
mandar a un niño mensajero. Le entregó mi carta do

blada, con disimulo, pues cerca estaban los gitanos
cuidándola como joya. En esta decía: Quiero hablarte,
soy un devoto admirador, quiero conocerte, te esperaré cada noche. Después de varios días en guardia, accedió y nos encontramos detrás de unos árboles, cuando la noche sin luna solo marcaba las siluetas; sin palabras me acerqué. Sentí que a ella le ocurría lo mismo. Era una atracción poderosa. Trémula habló y dijo algo doloroso: El guitarrista que me acompaña es mi primo, estoy prometida a él por mi padre, somos familia de gitanos apegados a la tradición y no podemos casarnos con otros paisanos, sería repudiada por los míos, creo que moriría. Los gitanos respetamos los juramentos, es palabra de honor. Me acerqué más a ella, no retrocedió, en un impulso poderoso rodeé su pequeña cintura con brazos fuertes y estampé en su boca un beso ansioso que me supo a rosas, algo divino; en ese beso entregué mi ser, me fundí con ella, sus ojos llamearon, su cuerpo brilló como electrizado y brotaron besos delirantes, desesperados como lluvia ardiente; algo del paraíso nos conducía a lo prohibido, al pecado, sus ojos se transformaron en lagos negros con brillo de locura y, en el instante supremo, se separó de mí y huyó sin mirar hacia atrás. Se perdió en
la oscuridad sin luna.
Al amanecer no pude creer lo que vieron mis ojos,
mi mente se negaba. No había rastro de escenario ni
maderas, cortinas o carromato… Se habían marchado los gitanos, ¡nunca más la vería! Sentí un vacío
inmenso, un día mortal, como si el mundo dejara
de girar para mí. Todo era imposible, de qué forma
seguirla si era gitana, hablar con su padre, ¡raptarla!
Nada pude hacer, cuánto me arrepiento, quise morir,
no fui capaz.
Desde ese día y algunos hechos que han ocurrido
en mi vida, nada tiene importancia, nada tiene sabor. Jamás encontraré una como ella y me he quedado solo. Su recuerdo irá conmigo hasta el último día,
porque sé y estoy seguro de que en otra dimensión
nos encontraremos… «Ella» era para mí.